Navegamos, navegamos todos los días sobre mareas, sobre olas, sobre corrientes y sobre aguas. Es tan común sabernos sostenidos por el mar que raramente volteamos a mirarlo, fijamos más nuestros ojos en el cielo, las nubes, el sol, calculando hacia dónde nos llevará el viento o si el tiempo jugará a nuestro favor.

Nos encontramos peleando con dirigir nuestra ruta, cambiando las velas, moviendo el timón, haciendo contra peso, remando en todas direcciones para llegar a nuestra tierra prometida…y mientras nos desesperamos y jalamos, hacemos berrinche, nos frustramos nos enojamos, y vemos sólo hasta el corto horizonte o hasta el banco de niebla, hay una marea de dorada que nos mantiene a flote, que es calma y presente; que es constante y no se oxida, no se mueve, no se desgasta. Una marea dorada que no le importa la dirección y que si aprendemos a mirarla, el brillante reflejo y la magia de su reluciente sol nos hará entender de nuevo la magia del viaje, la belleza que siempre habita dentro de nosotros, la luz que no cambia cuando miramos en la dirección correcta, lo inamovible que es la pieza clave para mirar, navegar, disfrutar, viajar y a lo mejor… llegar a algún lugar, a alguna tierra prometida o a lo mejor descubrirnos como ese lugar, esa tierra prometida y esa “X” en nuestro mapa.