UN DESLIZ

Juro que hice todo lo que pude, pero yo ya no podía soportar más. Me quedé más firme que nunca y traté con todas mis fuerzas de que no cayera… pero ella ya estaba demasiado débil. Recuerdo la primera vez que me vio, no me hizo mucho caso; más bien me miró con desprecio e indignación y me aventó en un viejo clóset. Pasó el tiempo y regresó por mí. Comenzó a usarme para decorar un antiguo perchero que estaba junto a la entrada principal. Poco a poco me empezó a utilizar más, a veces para subir escaleras, otras para alcanzar la cobija que estaba en sus pies y algunas otras para salir al mercado. Y así, poco a poco nos fuimos haciendo amigos hasta que, por fin, dejé de estar colgado en ese perchero y empecé a conocer la cocina, la sala de televisión, el cuarto de lavado, el baño y su habitación. Al principio jugaba conmigo para molestar a la gente cuando estábamos en el tumulto del mercado y quería que se apuraran, otras veces se hacía la más débil recargándose lo más que podía en mí para que le dieran el paso al cruzar las calles, la dejaran evadir la cola de las tortillas o la de la comunión; y muchas, muchas veces para que algún joven la ayudara con sus bolsas del mercado. ¡Yo cómo me reía, cuando hacía ese tipo de actuaciones!, aunque también sufría cuando actuaba demasiado. Una vez, un escuincle quiso pasarse de listo al verla caminando en la calle con sus bolsas, ya le andaba metiendo la mano para robarse lo que fuera, y en eso, sin preguntar, me convertí de una enclenque vara de madera, en una feroz arma ¨mortal” que defendía valerosamente a esta ¨inofensiva¨ viejecita. ¡Cómo le daba de golpes al pobre niño! Al final creo que yo quedé más adolorido que el pobre delincuente… pero bueno, hasta ese uso pude tener.

Poco a poco fui acostumbrándome al peso de su mano, a la forma de sus dedos y a las arrugas que la decoraban. Así como cada vez su mano se volvía una extensión de mí y nuestra complicidad duraba veinticuatro horas los siete días de la semana, de la misma manera, se fue volviendo ajena y vaga, su mano se volvía más fría, su piel y sus arrugas se volvían como niebla en mí, sus dedos cada vez más delgados y el peso de su cuerpo se volvió tan sutil que llegué a no saber si ya me había soltado o si aún seguía agarrada de mí. Cada vez salíamos menos, ya no visitábamos tanto el mercado o la iglesia, trataba de subir las escaleras sólo una vez al día, empezó a desconfiar de mí, se apoyaba en las mesas, en los barandales, en los muebles. Sus pasos se volvieron tan suaves como el algodón, sus movimientos como si el aire fuera su fuerza, poco a poco se iba disolviendo…

Sabía que algún día me dejaría, nunca lo imaginé así, nadie me dijo que de mí podría depender ese momento… si hubiera sido más fuerte, si hubiera tenido brazos, si hubiera quitado ese escalón…

Ahora ya no estás, y yo de nuevo en el clóset, enredado en recuerdos y un olor a madera de antaño, que soy.